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la mujer del camino


Era una bella noche, la luna alumbraba todo el campo. Un jinete pasaba por el camino más estrecho del lugar cuando una bella dama se le apareció en pleno camino. Tenía la tez blanquecina, ojos verdes profundos y un vestido blanco con flores rojas y de colores variados; el pelo rubio se le perdía en la oscuridad:

-Señor-dijo-, ¿pudiera llevarme? Mi novio se llevó a mis dos hijas y me abandonó aquí.

-Claro, cómo no. Suba.

-Gracias-contestó la mujer-. Me llamo Vánima, vivo en las orillas del río más cercano, una casa de  barro y pequeña.

Montaron y cabalgaron un buen trecho.

-Aquí es mi casa-susurró entre dientes Vánima.

El caballo se detuvo ante lo que parecían tres casas destruidas completamente: una de paja y cemento, la otra de barro sin techo y la última igualmente de barro pero con el techo de pasto.

El hombre volteó la vista hacia la chica. Vacío. Había desaparecido como si nada; en su lugar había un pedazo de tela, semejante al encaje. El jinete escuchó, entonces, un fuerte chirrido detrás de la puerta de una de las casas; una luz se encendió a través de las ventanas.

Lleno de curiosidad y alertado por el encaje, lo tomó y se bajó de su caballo. Luego tocó a la puerta. Un hombre con barba blanca, larga y una pinta de vagabundo le recibió con voz ronca:

-¿Qué se le ofrece?

-Una mujer dejó un pedazo de tela de su vestido en mi montura. La traje hasta aquí, donde me dijo que era su casa-contestó el jinete.

El hombre lo calaba fijamente con una mirada lúgubre y sombría.

-Por favor, no se enoje. Necesito devolverlo.

-Era mi hija... Murió hace diez años, en la inundación de este río, ¿sabe? Esa es la tela de su vestido, todos los días que se cumple un año de su muerte olvida un objeto, por lo que hay que ir a devolvérselo a su tumba.

Dicho esto, el anciano cerró la puerta. El jinete se fue a gachas murmurando una disculpa. Cuando arribó al cementerio local, colocó el encaje ante la lápida de la presunta hija del anciano.

-Nos vemos…-susurró una voz de mujer en el aire.

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